La intervención de los Estados en la economía privada no suele tener buenos resultados y siempre rompe el equilibrio en las relaciones económicas entre los particulares.
La situación ideal es que el gobierno no cree nuevas empresas ni adquiera privadas, y mayor es la posibilidad de error cuando interviene con el fin de salvar a alguna que esté a punto de quebrar o que sus números estén en rojo y con tendencia a rojos cada vez más oscuros.
Si lo que desea el Gobierno es que aumente el paro y que algunas empresas que funcionan bien dejen de hacerlo, lo mejor que puede hacer es intervenir con dinero (de sus contribuyentes), rompiendo el equilibrio entre privadas e incrementando la competencia desleal.
El gran problema que ocurre con un Estado metido es el desequilibrio que se puede crear, pero peor aún es cuando se insertan –inevitablemente- los intereses políticos, que muchas veces distan del objetivo principal de una empresa, que es ser rentable.
Como el dinero en juego no es de los políticos que aprueban esas ideas, poco puede interesarles los resultados que se obtengan: puede implicar fuentes laborales, pero a costa del dinero que aportan los contribuyentes si esa empresa no obtiene los resultados esperados.
Lejos de mejorar la economía y el mercado laboral, la intervención del Estado puede llegar a perjudicar a empresas privadas que dan trabajo genuino, provocando simultáneamente desempleo en sectores que funcionaban bien y aumento del déficit por las compañías creadas, rescatadas o subvencionadas. Y de ese modo, habrá que salvar a los nuevos desempleados, interviniendo nuevamente y se crea un círculo vicioso que lleva a resultados poco beneficiosos.
La intervención correcta del Estado debe orientarse a la regulación de la actividad económica, proteger de la explotación a los trabajadores y de los abusos a los consumidores, pero siempre dejando que el mercado se mueva dentro de sus cauces normales.